En 10, 40, 70 años, la gente caminará por la galería de placas en Cooperstown, tratando de explicarles a sus hijos por qué el Salón de la Fama no tiene una placa para:

• ¿El hombre que conectó más jonrones que cualquier otro jugador en la historia (Barry Bonds)?

• ¿El hombre que consiguió más hits que cualquier otro jugador en la historia (Pete Rose)?

• ¿El lanzador que ganó más premios Cy Young que nadie en la historia (Roger Clemens)?

• ¿El único hombre en batear más de 60 jonrones tres veces (Sammy Sosa)?

Podría continuar con esta lista, pero me entiendes. Ahora que Bonds, Clemens y Sosa han terminado su ciclo de 10 años en la boleta de los escritores, aquellos de nosotros que votamos ya no tenemos voz en su futuro lugar en el Salón de la Fama. Y a menos que Rose de alguna manera haya levantado su prohibición de por vida, al menos podemos afirmar que nunca tuvimos nada que decir sobre su destino en el Salón de la Fama.

Pero pase lo que pase, no creo que debamos dejar de pensar en la pregunta más importante de todas:

¿Qué clase de Salón de la Fama queremos tener?

¿Debería ser un Salón de la Fama que solo honre a los mejores jugadores de todos los tiempos, sin importar cuánta controversia arruine la historia de sus vidas? ¿O queremos un Salón de la Pureza que levante barricadas para cada jugador cuyo mundo esté envuelto por algún tipo de nubes oscuras?

Esas son las preguntas que debemos responder para finalmente hacer menos incongruente al Salón de la Fama.

Al menos todo apunta a que nos dirigimos a una época donde los votantes tendrán una filosófica más abierta con relación a los jugadores que se presume que usaron esteroides más nunca dieron positivo. Por ejemplo, Bonds y Clemens lo habrían logrado algún día si el Salón no hubiera cambiado las reglas en medio de sus candidaturas, reduciendo sus años en la boleta de escritores de 15 a 10:

Apoyo para cada uno de los que votan por primera vez: 86 por ciento.

Votantes recurrentes que cambiaron sus votos de no a sí: 11 — ¡en cinco años!

Hace cinco años, cada uno necesitaba “solo” otros 100 votos para ser elegido. Resulta que nunca iban a convencer a 100 votantes veteranos de que cambiaran de opinión. Su única esperanza eran los votantes primerizos. ¿Y adivina qué? No podía haber suficientes de ellos, considerando que solo 11 o 12, en promedio, se unían a esta banda en cada elección.