Durante aquel minuto pensó en lo que había sido su vida y se dio cuenta de que había fracasado rotundamente. Cerró los ojos y recordó todos los momentos de alegría vividos a lo largo de aquellos cincuenta y dos años. Buscó en los rincones del alma y el pensamiento, hurgó en todas y cada una de las memorias atesoradas, exploró los estamentos de su mente y se percató de que jamás se había reído. Sí, echó carcajadas con amigos, en fiestas, reuniones y en el trabajo, esas de tipo social, hipócritas, falsas, doble vara, pero ninguna de ellas había sido sincera. Ninguna.
El café le supo a gloria luego de haber descubierto aquella realidad. Y es que cada episodio de su vida era como un sorbo del amargo jugo. Como no se daba por vencido siguió pensando y pensando, hasta que de tanto escarbar en lo más recóndito de su ser encontró el único momento, el único, en que había sido feliz, en el que había reído de verdad, a carcajada limpia, sin la censura de la galería ni el cartón piedra de la apariencia.
Dejó a un lado la taza vacía, apartó el periódico que leía, pagó en la caja el monto adeudado y salió presto y veloz a buscar eso que lo había hecho feliz. “No será fácil, pero no dejaré de intentarlo”, dijo mientras caminaba hacia dónde sólo él sabía.
Luego recapacitó y volvió en sí. Prudencia. “No es bueno soñar despierto”, meditó .
Al abrir la puerta para golpear el pavimento con sus zapatos negros de cuero el sol lo encandiló por un instante, se puso la mano derecha en la cara para taparse la luz y caminó hacia su lugar de trabajo, ubicado en el edificio al lado de la cafetería y justo antes de colocar la tarjeta de empleado en el torniquete electrónico que registraba su ingreso al recinto aquel gozoso descubrimiento se le apareció tan claro que lo podía tocar.
Nadie sabía nada. Solamente él.
Una mujer clara como la luna le sonrió de manera tan espontánea que quedó abrumado y detuvo el flujo de empleados que rápidamente corrían a sus estaciones de trabajo. “Mira, ¡quítate del medio y termina de pasar que estas obstruyendo la entrada!”, le dijo alguien detrás de él.
Aquel reclamo lo hizo entrar en sí e inmediatamente procedió a marcar su tarjeta.
Se echó a un lado.
“¿Dónde está?”, se dijo para sí. “¿Quién era esa mujer? ¡Jamás la había visto! ¡Es tan hermosa!”. El recuerdo se desvaneció con el zumbido del pito que indicaba el principio de la jornada. Como le tocaba lidiar con balances, notas y libros contables olvidó todo aquel episodio y lo depositó en uno de aquellos baúles polvorientos de su mente.
A mediodía, cuando tocaba la hora de comer se dio cuenta de que Ella estaba allí otra vez. La misma estampa, impecable, única. “¡Sígueme!”, le dijo.
“¿Quién eres?”, le respondió.
“La única que te ha hecho reír”.
Al decir esto aquella figura se desvaneció.
Enrique quedó estupefacto. Jamás había tenido semejante epifanía. El redescubrimiento había sido demasiado intenso. Era momento de dejarlo todo y seguir aquellos pensamientos. Decidido a hacerlo se paró de la mesa, pagó el monto de la factura, llegó al lugar de trabajo, pasó la tarjeta de empleado, tomó el ascensor hasta el piso tres, llegó hasta la oficina de Manuel –gerente de recursos humanos y compadre–, se anunció con la secretaria.
Los ojos de Enrique brillaban. A pesar de que aún era capaz de fijar la mirada en la persona a la que le hablaba, él se perdía en sus pensamientos. Estaba físicamente allí, pero su mente, su alma, todo lo etéreo de su ser estaba en otro lugar.
–Puede pasar, señor Enrique –dijo Marta, secretaria de Manuel.
–Gracias, Marta –respondió Enrique.
Al entrar al recinto, allí estaba el compadre, embutido entre papeles y carpetas ordenadas de manera casi aritmética.
–Compadre ¿qué lo trae por aquí?
–Manuel, muy buen. Hermano, estoy en otra cosa. Luego te comentaré. No me preguntes nada. Pero me voy. Trabajo hasta el momento en que salga de esta oficina. Usted siempre será mi amigo y mi compadre. Lo quiero mucho. ¡Adiós!
El ejecutivo no pudo reaccionar. Cuando alzó la vista para ripostar y saber un poco más de aquella repentina decisión ya Enrique se había ido.
–Pero…
Manuel se paró, fue hasta la puerta de su oficina, sacó la cabeza y le preguntó a Marta si había visto a Enrique.
–No, mi don. Salió rapidísimo de aquí. Duró menos de cinco segundos en su oficina. Lo noté extraño.
Manuel se encogió de hombros, entró de nuevo a la oficina, llamó a recepción para pedirles que detuvieran a su compadre, pero ya era tarde. Cuando se asomó por la ventana, ya el coche de Enrique iba rumbo hacia un destino desconocido.
Nadie supo de Enrique. No dio razones. No recogió nada de su escritorio. Sencillamente se fue. Así, sin más nada. Algunos llegaron a pensar que todo era producto del estrés o del cansancio. Todos los esperaban al día siguiente. Ni siquiera su compadre le reclamaría. Tiempo al tiempo.
Anocheció, amaneció. Nada de Enrique. No estaba en su trabajo. No apareció. Se esfumó.
Dimes y diretes.
Chismes.
Elucubraciones.
Nadie sabía nada.
Enrique se frotó los ojos, vio a su alrededor y se percató de que había llegado a un lugar desconocido. Nunca había visto aquello. Al menos no había un recuerdo en su memoria de tal lugar. Era tan ignoto aquel paraje que se pellizcó para asegurarse de que no era un sueño. Y no lo era. Era real, muy real.
Volvió a caer en cuenta de lo que había hecho. Trató de ver la hora y eran las ocho y media de la mañana. Muy tarde para ir al trabajo. Aún sin conocer el actual paradero. Nada que hacer.
Miró y vio que ya no tenía corbata. Transpiraba, toda la ropa empapada; su vehículo, aunque intacto, había gastado casi toda la gasolina, salvo la reserva, y el celular estaba sin batería. Pero ya la decisión estaba tomada. Debía continuar el vieje. No había vuelta atrás. Quería ser feliz una vez más, aunque fuera un instante.
El sol picaba en el cuerpo. Y no había lugar donde guarecerse. Así que entró en el vehículo, puso el interruptor en modo on y vio que aún le quedaba combustible, la reserva, para unos cincuenta kilómetros. Prendió el auto y se dirigió hacia el norte.
Mientras conducía trataba de ubicar un punto en el horizonte que lo ubicara. Nada le era conocido. ¿A dónde había ido? Supo por el odómetro que durante el trance del día anterior más lo que le quedaba en el tanque, había recorrido, sin parar, sin detenerse, unos trescientos kilómetros.
Cuando la luz de la reserva de la gasolina se encendió y emitió su clásico sonido, Enrique vio una bomba de gasolina en pocos metros. Procedió a cargar combustible. Se bajó del carro y hurgó en los bolsillos traseros. Allí está a la cartera y aún conservaba algo de efectivo.
Había tenido suerte.
Antes de surtir, se dio cuenta de que en la máquina surtidora había un botón para comunicarse con la caja. Quería pagar con tarjeta de crédito, pero no iba a arriesgarse. Así que optó por el efectivo.
“Serían veinticinco dólares de gasolina”, dijo pulsando el botón
“Listo”, respondió el vendedor. “Puede proceder”.
“En dónde estamos”, preguntó Enrique.
“¿Acaso nunca ha venido para acá? Tú deberías saberlo, Enrique”.
Aquella sentencia le heló la sangre. Pero como necesitaba seguir el camino, decidió primero surtir el vehículo y luego ir hasta la caseta donde se encontraba la persona que lo mencionó. Desde afuera no podía verse nada, debido a los vidrios oscuros de aquel recinto.
Una vez surtido el combustible prendió el coche, parqueó frente al tenderete de pago, se apeó del vehículo, y empujó la puerta. Cuando ingresó al lugar no vio a nadie. El lugar estaba vacío. Como debía cancelar el monto del combustible lo dejó encima de la pequeña repisa que había al lado de la caja registrado. Miró estupefacto de un lado a otro. No vio a nadie y se fue.
Temblaba de miedo. Cómo era posible todo aquello. Quién era esa persona. Aquella voz grave, pero no aterradora, lo llamaba por su nombre. Pero esa voz no tenía una cara. No le quedó de otra que irse con tres cuartos de tanque hacia un destino desconocido.
Siguió cinco kilómetros hacia el norte y llegó a una encrucijada. De un lado un rancho de madera viejo y deshabitado, del otro, dos flechas indicando hacia la derecha y la izquierda. Tres caminos a seguir, una opción.
La dama apareció de nuevo.
“Hasta ahora te he ido bien siguiendo a tu corazón”, le dijo. “Ahora deberán hacer lo mismo. Tu vida cambió para siempre desde aquel instante cuando me conociste. Dejaste todo atrás. Olvidaste las rizas y galvanizaste el corazón. Ahora tienes una nueva oportunidad para lograrlo. Pero dependerá de ti. No de mí, no de la voz, sólo de ti”.
Asombrosamente la mujer se quedó allí.
–Debo preguntarte algo –dijo Enrique.
–Sabías que dirían eso. Por eso no me fui –ripostó ella.
–¿Cómo llegaste hasta mí? ¿Cómo supiste de mí?
–Tú mismo lo preguntaste la otra noche en un sueño. No recuerdas. “Si tan sólo pudiera recordar un momento feliz de mi vida” … Decías una y otra vez mientras flotabas en una nube comiendo un sándwich con mantequilla de maní.
–Un poco raro ese sueño –río para sí Enrique–. ¿Qué tenía que ver la mantequilla de maní en el cielo y la nube dónde yo flotaba?
Y soltó una carcajada.
–Sea como sea, ese día se te concedió el deseo de conocer la felicidad que perdiste, pero sólo tú puedes encontrarla. Cuando llegues al sitio quizá no encontrarás lo esperado, pero recordarás aquello que buscas. Deberás decidir y entonces, sólo entonces, será feliz o infeliz. Todo depende de ti.
–Pero cuál de los caminos sigo –ripostó Enrique con cierta preocupación.
–Yo no puedo decirte nada. No está permitido –dijo Ella–. Sólo debo decirte que sigas tus instintos y hagas memoria un poco hacia atrás. Bájate del coche, mira en lontananza, explora las rutas. La decisión a tomar es irreversible, así como el resultado de cada una de ellas.
Duda, cavilaciones. Ansiedad. Tic toc.
Se detuvo el tiempo.
Enrique miraba impávido hacia el final del camino. ¿Derecha? ¿Izquierda? ¡Decisiones!
Luego de contemplar aquello, entró al coche, encendió el motor y se dijo:
–Cerraré los ojos y que me guie el destino.
Enrique pisó el acelerador, sacó las manos del volante y el coche se fue solo. Dos kilómetros después de la encrucijada hay estaba. El coche se detuvo. De repente aquella epifanía.
Recuerdos, memorias de la infancia.
Triunfos, derrotas, tardes de pizza y refrescos.
Una mamá que creía en la vida.
Un papá entusiasta.
De aquello quedaba poco. Todo abandonado.
Enrique lloraba y lloraba. No podía parar.
Toda su infancia estaba allí. El único lugar donde había reído, donde era feliz, donde lo quería porque era Enrique y nada más. Todo eso no era más que monte, yerbas y ruinas de lo que alguna vez había sido su barrio, su aldea, su mundo.
Una pared de cemento blanca con el número 24 pintado de azul aún permanecía en pie, y justo al lado, donde la grama alcanzaba alturas caso humanas, allí, se podía ver, en medio de la maleza el centro de la alegría. A pesar de aquella tragedia desoladora, a pesar de aquel paso del río que destruyó todo, que lo dejó huérfano de un día para otro, que le cambió la vida para siempre y lo mandó a vivir, gracias a un golpe burocrático a casa de una familia “muy acaudalada” –era hijo único y había perdido a sus padres–, a pesar de todo aquello, allí estaba intacto.
Al color blanco del home se había tornado marrón, un poco de moho en las esquinas, pero allí estaba el home. Con su borde negro, con su singular forma. Fue hasta allá, de paró emulando a un bateador y gritó ¡Play Ball!
En ese momento, apareció la señora blanca ahora visible a sus ojos, y al lado de ella un señor, quien le habló. Recordó el tono de voz y era el mismo de la gasolinera. Se frotó los ojos para mirar mejor.
Eran su padre y su madre.
“Sabíamos que no estabas feliz”, dijo el papá. “Nunca te abandonamos. Estemos donde estemos siempre velaremos por ti. Sé feliz de nuevo, hijo. Olvida todo. Reconstruye este lugar. Si nos necesitas llámanos…”.
Ambos de desvanecieron, Enrique consiguió paz, corrió hasta el coche, abrió el baúl y recordó que tenía una pala y comenzó a cavar para quitar la maleza que estaba alrededor de aquel home abandonado.