Lleno de miedo, tildado de frágil, de ser muy frágil; lloraba por todo y aquel niño pequeño, desgarbado, con una mirada triste, demasiado triste, como contarán varios de sus conocidos por aquella época, finales de los 80 y comienzos de los 90, aquel niño pudo esconderse, escapar del mundo, huir, correr sin parar y lo hizo, huyó, la guerra y la muerte lo obligaron a ello.

Y los años 80 y 90 del pasado siglo fueron parte de una época normal para muchos, pero a su vez terminó siendo un calvario para otros como Luka Modric.

La desintegración de Yugoslavia conllevó a un acentuado período de guerras civiles, donde serbios, croatas, bosnios, kosovares y albaneses terminaron masacrándose unos a otros y Modric vivió eso, de hecho, fue testigo del asesinato de su abuelo, un acontecimiento que lo marcaría para siempre, tal como le contó a Marca y cuentan algunos que esas lágrimas y el deseo constante de llorar viene de allí, de ese momento.

El presente

Hoy en Qatar, había tristeza, cierto halo de melancolía se mostraba en el semblante de  Modric, a sus 37 años, el niño, aquel niño que lloraba mucho, viendo morir a su abuelo, en la escuela, ante sus maestros, en los primeros entrenamientos de fútbol, cuando el largo viaje a Zagreb; 37 años después, las huellas del tiempo no esconden la inocencia en la mirada de Modric, la inocencia, la tristeza y también el orgullo por estar ahí, por haber confiado en que siempre podía ir a por más y ese abrazo con su padre lo dice todo…

Modric, el último espartano del fútbol mundial, el mismo que frisando los 40 años juega con la mismas ganas y la energía de los 20, el que deslumbró a todos en el Tottenham, el que lleva diez años en el Real Madrid, colmado de títulos, como si hubiera estado siempre; Modric, el mismo que lloró en la final de Rusia 2018, estuvo cerca, nadie lo creyó posible, pero estuvo cerca del título y si bien quedaba la satisfacción de haber llegado, emergía la frustración por no haber ganado, aunque llegar en ese momento era como ganar; ese Modric, hoy, cuatro años después, en Qatar, dice adiós a los Mundiales, como un grande, con un bronce que vuelve a saber a oro y es un final soñado.

Y están los títulos de Champions, de Liga, de Copa y el Balón de Oro, por solo citar, pero nada, nada se compara con el Mundial, menos aun si se trata de un país de menos de 4 millones de habitantes y de un jugador con el que nadie contaba, el mismo que se impuso a todo, a la muerte, a la soledad y al miedo y en la máxima competición le ha dado forma a su leyenda.

La mejor despedida

Cuando lo vimos llorar días atrás, al momento de ser sustituido frente a Japón, sabíamos que en su fuero interno estaba la idea de que podía ser su último partido en estas lides, pero el destino y los dioses del fútbol, tal vez como un acto de justicia divina le tenían reservada la mejor de las despedidas.

¡Adiós, Lukita!, te decimos y ante tu figura ya legendaria, solo nos resta quitarnos el sombrero y nada más.

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