¿Quién no la recuerda? ¡Es imposible olvidarla! Y es imposible porque cuando uno es testigo vivo del arte éste se te tatúa en la piel, en el corazón, en los pulmones, en el alma. ¿Cómo olvidarte, Diego? ¿Cómo olvidar aquello que hiciste?
60 metros. 10 segundos. 114 mil 580 espectadores. 30 grados centígrados.
Corría la tarde del 22 de junio de 1986.
Un partido memorable: Argentina contra Inglaterra. Dos rivales que se habían enfrentado cuatro años antes en el campo de batalla real, en la Guerra de las Malvinas.
Tiempo de revancha.
Aquello era pura adrenalina.
“En el fútbol, solo una vez un hombre fue todos los hombres”, escribió Juan Villoro.
El ambiente era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Miles de gargantas emocionadas, de todo el mundo, querían ver a los impertinentes de Carlos Salvador Bilardo y su genio camiseta 10, Maradona, medirse a los duros ingleses de Bobby Robson.
La historia les daba una segunda oportunidad a los suramericanos. Pero esta vez en la más justa de las batallas, en un campo de fútbol, para ver si podían doblegar a los inventores del fútbol jugando al fútbol.
La brega comenzó. Inglaterra no había tenido un buen inicio de torneo, pero luego de perder contra Portugal, empató contra Marruecos y goleó 3-0 a Polonia. Como segundos de grupo les tocó medirse a Paraguay en octavos de final, a quienes también derrotaron 3-0.
Un equipo con Gary Lineker como ariete, y armadores como Glenn Hodle y Steve Hodge les daban esa presencia gigante a los ingleses. Atrás Peter Shilton, el gran arquero.
Argentina, por su parte, pasó de primero en su grupo, pero tuvo que sudar mucho para vencer a Uruguay 1-0 en octavos de final.
Comenzó la refriega.
Travesuras con el balón.
Diego. Todo Diego. Sólo Diego.
Balón a la defensa, sube la cabeza ¿dónde está Diego?
Balón al centro.
¿Y Diego? Balón al 10.
Regate, gambeta, pase, visión.
Diego, Diego. Y más Diego.
Era el director de orquesta y aquella zurda su batuta.
Balones iban y venía. En una de esas, en un escape. Gol de Diego… ¡La mano de Dios!
“Lo marqué un poco con la cabeza y un poco con la mano de Dios”, dijo el Diego tras el partido, dando origen al apodo del gol, que es uno de los más recordados en los Mundiales, quizá solo por detrás del que marcó minutos después.
Aquella impertinencia, aquella travesura de arrabal, aprendida en las calles bonaerenses, tenía que ser redimida… Y de qué manera. Después el mismo Diego, el “genio del fútbol mundial”, dejo en el camino tendido a ocho ingleses y al imponente Shilton. La obra estaba sellada. El gol del Siglo lo había marcado Maradona.
Fueron 10 segundos eternos, sí 10 segundos. En ese tiempo firmó su Picasso, su Dalí, su Michelangello. En esos 10 segundos, él redefinió al fútbol.
Inicio la carrera detrás de la media cancha. Parecía un caballo saltando obstáculo, uno, dos, tres, cuatro… sin cuenta. Salta, desliza, entra al área… La locura.
Héctor Enrique sonó el primer compás de aquella sinfonía. Él dio el pase que le dio inicio a semejante travesura.
“Me dio un pase que me dejó solo”, sonríe pícaro Maradona cuando evoca para un documental de ESPN. “Tengo la suerte de encarar a los ingleses que no me podían agarrar”, rememora, mientras la imagen muestra cómo Butcher y Reid le persiguen desaforados. “Cuando veo dudar a Fenwick, le tiro la pelota adelante. Él me quería meter la mano, pero yo venía a 100 por hora”, prosigue.
En el área, con ese balón pegado a la bota, con esos compases de violín, le sale el imponente Shilton a taparle el arco.
“Ya no me paraba nadie. Cuando voy a patear, Shilton me tapa todo el arco. Sale así (se abre brazos, cuan largo es). Le amago, la juego cortita. Shilton queda despatarrado y la empujo”. Vino entonces la patada de Butcher como reclamo, pero ya el gol estaba hecho.
“Maradona es incontrolable cuando habla, pero mucho más cuando juega: no hay quien pueda prever las diabluras de este inventor de sorpresas, que jamás se repite y que disfruta desconcentrando a las computadoras”, le describió Eduardo Galeano.
Gracias, Diego.